Bueno, hace ya más de una semana que volví de la India y va siendo hora de sacar algunas conclusiones del viaje.
A lo largo de este viaje he repetido en numerosas ocasiones que no sé si la India me gusta o no me gusta. Ahora lo veo de otro modo: me gusta y no me gusta al mismo tiempo. Está claro que tiene cosas maravillosas y cosas horribles y que en muchos casos resultan inseparables. De hecho, la primera versión de esta entrada se titulaba "La India, país contradictorio". Pero vamos por partes.
Durante estos últimos días me he dedicado básicamente a organizar las más de dos mil fotos que saqué. Supongo que es esa la causa de que ahora mismo en mí predominen las impresiones visuales. Y la verdad es que en ese aspecto la India tiene mucho que ofrecer. No sólo por sus paisajes grandiosos (los diferentes grados de desierto en el Rajasthán, los Himalaya, las junglas y las playas que no vimos) y sus templos impresionantes (impresionantes unos por su majestuosidad o por lo detallado de los relieves que lo adornan, otros por el nivel de horterada que llegan a alcanzar). También llama poderosamente la atención el colorido de los vestidos, de las casas, de los letreros, de las comidas, de los mercados y bazares, de los envoltorios de los productos, de los vehículos decorados en plan árbol de navidad. Atraen los marcados rasgos faciales de la gente, su pelo negrísimo, su piel oscura y brillante, su intrigante sonrisa, su mirada fija y sus gestos indescifrables. Incluso los garabatos del alfabeto devanagari usado para escribir el hindi son bonitos.
En lo auditivo, por encima de todo predomina el graznido de las bocinas de coches, camiones, motos y rikshas. Con bocinazos se saludan, se avisan o se dan por avisados. Conducen de oído. No necesitan los retrovisores. Es tal la densidad del tráfico que no existe el adelantamiento propiamente dicho. En el río de vehículos se mezclan coches (relativamente escasos), camiones destartalados de todos los tamaños, tractores con remolques cargados hasta alturas preocupantes de las mercancías más diversas y absurdas, autobuses con tanta gente sentada en el techo como en el interior, autorrikshas, ciclorrikshas (o sea, calesas tiradas por una bicicleta sin cambios manejada por un tipo flaco y sudoroso), carretas y carros esquemáticos tirados por caballos, asnos, bueyes, camellos o tractores, motocicletas que transportan familias enteras, frágiles bicicletas, pachorrentas vacas, rebaños de cabras y ovejas, perros de mirada triste y, por enmedio del caos, peatones que circulan como un vehículo más. Cuando alguien quiere pasar, toca la bocina: "aquí estoy, quiero pasar". Los demás responden: "te hemos oído", lo cual no necesariamente quiere decir que le vayan a dejar paso, pues a veces es imposible. Los vehículos apuran todavía más los milímetros que los separan, se desplazan todos juntos en la misma dirección, la corriente se abre imperceptiblemente y, atento al fugaz hueco, quien quería pasar lo hace con la habilidad de una anguila. Para el recién llegado la locura del tráfico es peligrosa e incomprensible y cruzar la calle es una hazaña que requiere valor, decisión y cierto desprecio por la vida. Sin embargo, con un poco de práctica uno se siente seguro al lanzarse a esa corriente que se desplaza a 40 km/h como máximo, pues es consciente de que, por muy denso que sea el tráfico, él también cabe, a él también le corresponde un espacio (que comprende su cuerpo y un radio extra de diez centímetros) que los demás respetarán, reaccionando y adaptándose a sus movimientos. Por ello, cuando ves que se te echa encima un coche has de mantener la calma y, si acaso, estirar un brazo para decir "quieto ahí, que ahora paso yo". Lo que no se puede hacer es echar a correr de repente, pues eso te convierte en imprevisible y los despista. Ya he hablado en otro lugar de mi interpretación filosófica del tráfico indio: tú ve por tu camino, sin correr, y todo irá bien, como mucho tendrás que modificar ligeramente tu trayectoria como reacción a los movimientos de los demás, pero nunca tendrás que realizar movimientos bruscos. Me gusta esa forma de ver las cosas.
Como digo, el sonido de las bocinas es constante. Ello contrasta con el carácter silencioso de los indios. Veo un montón de imágenes de indios sonriendo, pero recuerdo a pocos hablando entre sí. Con quien sí hablan es con los extranjeros, pero sobre eso volveré dentro de un momento.
Siguiendo con las impresiones auditivas, si tienes la suerte de toparte con buenos músicos resulta inolvidable. Nosotros no vimos a nadie tocar el sitar (más que cuando entramos en una tienda de música con la intención -no llevada a cabo- de comprar uno), pero sí escuchamos en repetidas ocasiones la tabla, instrumento de percusión formado por dos tambores (uno de madera de teca y otro de metal, ambos cubiertos por una membrana de piel) que por sí solo vale un concierto: para tocarlo hace falta una técnica endiablada, cada mano efectúa movimientos diferentes a cuál más raro para extraer sonidos vibrantes, ahogados, definidos, retumbantes, huecos, penetrantes, metálicos, guturales (¡casi humanos!), de madera y de membrana de piel, agudos, medios y graves, combinados en ritmos capaces de llevarte al delirio o al éxtasis místico. Si la tabla se combina con el canto (que a veces es plano como en la música china y a veces modula como la música árabe o el flamenco), el efecto se multiplica.
El gusto también resulta estimulado por los extraños sabores de la comida india, si bien es cierto que suele acabar anestesiado de tanta especia y tanto picante. Hay veces que tras el primer bocado ya todo sabe igual o, aún peor, no sabe a nada. Abunda el arroz, la patata, las espinacas, el pimiento, el queso fresco. Para los no vegetarianos, el pollo y el cabrito. Entre las especias dominan el cilantro, de sabor muy característico, el comino, el turmeric (ni idea de cómo se dice en español) y diversos tipos de guindilla. Para mí, que me encanta descubrir la gastronomía de cada lugar adonde viajo, es una pena que la falta de higiene generalizada y el miedo a contraer alguna enfermedad (y el catálogo de éstas es amplio, y encima en Europa muchas veces no las saben reconocer) nos haya impedido probar la comida y los zumos de los abundantes puestos callejeros.
En cuanto al olfato, remito a la entrada sobre Benarés. Prefiero no recordarlo aquí, que acabo de comer.
Por último, en la piel queda un calor no excesivo si miramos el termómetro (comparado con el centro y el sur de España en verano, moco de pavo), pero que combinado con la humedad que hay provoca que te encuentres constantemente cocido en tu propia salsa. Llega un momento en que casi ni te molesta.
Sí, la India es un festín para los sentidos, pero también es un desafío a la mente. Sus magnitudes son inconcebibles. Su extensión no es tan exagerada, "apenas" seis veces la de España, pero su población la coloca creo que en el segundo lugar del mundo, si es que todavía no han adelantado a China, tan restrictiva en la natalidad. Más de mil millones de personas, es decir, veinte o veinticinco veces más que España, lo cual, si mis cálculos hechos por la cuenta de la vieja no fallan, arroja una densidad de población cuatro veces mayor que la de España. Si tenemos en cuenta que gran parte de la superficie india está ocupada por desierto o jungla, el dato se hace aún más significativo. Y cuando uno viaja por ciudades como Delhi o Varanasi o recorre el estado de Uttar Pradesh, en medio del cual se encuentra el distrito de Delhi, la comparación entre humanos e insectos es inevitable.
Otra magnitud especial en la India es el tiempo. Para empezar, la diferencia horaria con respecto a la España peninsular es de tres horas... ¡y media! Nunca había visto eso de la media hora, pensaba que los husos horarios marcaban diferencias de una hora más o una menos, y punto. A la hora india le llaman IST, siglas de Indian Standard Time. Pero algunos las hacen corresponder a Indian Stretchable Time: algo comprensible cuando sabes que "five minutes" son "five Indian minutes", que pueden equivaler a decenas de minutos de los nuestros; o cuando sabes que los horarios de los trenes son orientativos, hasta el punto de que un trayecto en tren puede durar el doble de lo previsto. De lo previsto no se sabe por quién, ya que los retrasos (¡los megarretrasos!) deben de ser más frecuentes que la puntualidad.
Quizá sea la densidad de población, o tal vez sea el calor sofocante, o cualquier otro factor por mí desconocido lo que hace que los indios se derramen de sus casas y que las calles estén llenas de gente día y noche. La calle se convierte en el escenario de todo tipo de acciones cotidianas. En la calle se cocina, se come y se bebe, en la calle se duerme, en la calle se orina, en la calle simplemente se está. Porque los indios, o al menos esa es la sensación que me da por su actitud y su mirada, están. A diferencia de nosotros, que muchas veces nos perdemos en nuestras divagaciones y preocupaciones, en secuencias imaginarias de causas y efectos, en cuentos de la lechera. Eso sí me gusta. Si mi impresión no me engaña, ellos están donde están y no en otra parte, ni en mil sitios a la vez. Cuando un indio está acuclillado en la acera mirando a lo lejos parece que está acuclillado en la acera mirando a lo lejos, y no pensando en sabediós qué.
Ese vivir en la calle, ese exhibicionismo involuntario, unido a la alta densidad de población y probablemente a otros factores culturales que ignoro, hace que los indios tengan un curioso concepto de la intimidad. Para ellos no tiene nada de malo mirar fijamente a los demás, observar lo que hacen, abordarlos sin rodeos, interrogarlos acerca de cuestiones como su salario, merodear cuando estás escribiendo un meil o incluso ponerse a caminar a tu lado por la calle sin dejar de mirarte, deteniéndose cuando tú te detienes, reanudando el camino a la vez que tú, parándose en seco cuando tú lo haces, ya picado. En algunos casos resulta fastidioso. En otros, lo hacen con tanta inocencia que hasta te hace gracia. Sobre todo cuando te saludan porque sí o te sonríen espontáneamente. Me pregunto qué pasaría si yo, caminando por el centro de Madrid o de Varsovia, me pusiera a saludar a cada transeúnte o a sonreír a diestro y siniestro. Sospecho que provocaría más respuestas suspicaces que cálidas.
Y sí, pensando sobre la cantidad de gente que me ha saludado o me ha sonreído, que ha mostrado interés por mí (o por "ese extranjero") en la medida en que su escaso inglés (y mi nulo hindi) lo permitía, no puedo menos que certificar (y alabar) la voluntad de contacto de los indios. Me gustaría saber cómo se relacionan entre sí, pero parece una nación dispuesta al contacto y, en general, nada tímida.
La parte negativa de esto es la que se deriva de su concepción del mundo. El hinduismo establece un sistema de castas en el que unas personas son superiores o inferiores a otras de nacimiento. Asimismo, si no me equivoco, la mujer queda supeditada al hombre, por lo menos a partir del matrimonio. Todo ello hace que en muchos casos unos traten a otros con desprecio o, la otra cara de la moneda, con servilismo; e incluso que se vean escenas violentas. Un indio que está tranquilamente conversando contigo es capaz de pegarle un grito o un pescozón al niño sucio que se acerca a mendigarte unas rupias. Un policía puede orientarte amablemente e incluso posar para una foto contigo y al minuto sacar la porra para disolver una aglomeración de gente. Supongo que cada uno lleva escrito en la frente a qué casta pertenece, porque ellos se reconocen inmediatamente y adoptan la actitud consecuente. El extranjero no resulta ajeno: quienes están acostumbrados a servir, serán serviles ante él. Yo en los hoteles me sentía mal cuando cuatro tipos mal alimentados venían a coger mi mochilón con ojos huidizos y el sempiterno "sir" en la boca. Me parecía estar en una peli sobre África: yo era el blanco con su salacot y los negros semidesnudos me llamaban "sahib" o "bwana". Por eso, aunque quizá lo correcto hubiera sido dejarles llevar mi equipaje y darles magnánimamente unas rupias, prefería darles amablemente las gracias y ocuparme yo mismo de mis cosas. No creo que lo entendieran.
Quizá fuera mi desconocimiento y mi carencia de claves, pero no sabía cómo dirigirme a las mujeres, especialmente a las casadas. Me daba la sensación de que éstas se volvían mucho más retraídas y antes de decir cualquier cosa se volvían hacia el marido como pidiendo permiso. Mi comportamiento natural habría sido dirigirme al marido y a la mujer por igual, como si estuvieran los dos al mismo nivel, y al mismo nivel que yo. Pero no sé si lo estaban. Y por eso solía dejarme llevar y, antes de decirle algo a la mujer, buscar con la mirada la aprobación del marido. Serán cosas que tienen su explicación desde la coherencia interna de una cultura, pero a mí, desde la mía, me mosquean.
Hay otra cuestión que me hace bastante gracia y que de algún modo creo que está relacionada con la voluntad de contacto de la que antes hablaba. No sé si se puede aplicar este término desde nuestra perspectiva, pero los indios son presumidos. Dentro de las posibilidades de cada uno, les encanta ir arreglados, lo cual en muchos casos significa simplemente llevar una camisa limpia y planchada, la cara rasurada y el bigote bien recortadito. Las mujeres van ataviadas con colores vistosos. En algunas zonas como el Rajasthán algunas llevan la cabeza e incluso la cara tapada con una parte del vestido que les hace de velo, pero no obstante lucen joyas por doquier. Anillos, brazaletes y quilos de pulseras. Pendientes dorados en la nariz y en las orejas, a veces pesados aros que parece que les van a desgarrar la nariz, o cadenas que unen los adornos de la nariz con los de las orejas. Pero eso no es nada: lo que más me sorprendió es cómo maquillan a los bebés y, para las fiestas, a los niños. Me resulta rarísimo ver a un bebé con los ojos delineados por una gruesa raya negra.
Sí, les encanta estar guapos y dejar constancia de ello. Cuando te ven con la cámara no sólo suelen darte gustosos permiso para hacerles fotos, sino que muchos incluso te lo piden, y se convierten en las personas más felices del mundo cuando después les enseñas en la pantalla de la cámara la imagen que les has tomado. Sonríen, menean la cabeza en ese gesto tan indio que va de la barbilla a la coronilla paando por el cogote, y luego llaman a todos los circunstantes para que vean la foto, lo cual suele darles envidia y acabas fotografiando a medio barrio. Hay quienes te piden que les des la foto, así al momento, como si tuvieras una Polaroid. Otros quieren que se la mandes, y cuando les dices que no hay problema te das cuenta de que no tienen correo electrónico. Los niños son terribles en ese sentido: basta que saques la cámara para fotografiar una carita preciosa y enseguida se junta una jauría de chavales no tan fotogénicos, se te ponen delante tapando al otro, se empujan para aparecer en primer plano, como si en la foto no cupiera más que una persona, y se acercan tanto que no puedes retratar más que ojos, narices y dientes. Yo pienso que los feos también tienen derecho a ser fotografiados y les hago fotos a todos (aunque luego algunas las borro, pero eso ellos no lo saben), pero cuando llegan unos avasallando a otros guardo la cámara y me voy, aunque a veces pierdo así bellas imágenes. Y encima creo que no lo entienden. Yo me quedo sin foto y ellos no aprenden ninguna lección.
A veces te llegan señores mayores y te piden humildemente que les hagas una foto con su familia. Luego, con una sonrisa tímida, insisten en que se la mandes. Yo me imagino que a lo mejor no tienen ninguna foto de familia y que les haría mucha ilusión. A veces acepto, pero generalmente me invento alguna excusa. Me da pena, pero si accediera siempre acabaría mandando fotos a veinte o treinta personas. Y soy demasiado vago para eso.
En general, esa presunción inocente de los indios me gusta bastante. Más que vanidad me parece falta de vergüenza limitadora, de falsa modestia, carencia de tabús como los que tenemos nosotros. Quizá esto esté relacionado con lo que comentaba antes sobre la presencia: el indio está donde está, el momento es bueno, pero de la misma forma que va a esfumarse inevitablemente tampoco hay nada malo en inmortalizarlo, en dejar constancia de una acción o de una sonrisa. Les gusta ser fotografiados en su contexto o realizando sus actividades cotidianas. Sí, posan, y lo hacen muy bien, miran fijamente al objetivo el tiempo que haga falta para que tú modifiques todos los parámetros necesarios; pero posan dentro de su naturalidad, en sus tiendas, con sus amigos, mostrándote la botella de agua que tienen en la mano o la riksha que les da de comer.
De la misma manera que les gusta realzar su belleza, están dispuestos a apreciar la de los demás. No es que yo me esté llamando bello, pero me asombraba que los indios (sólo hombres, obviamente) se me acercaran y me acariciaran el "choti" (el mechón borroka ése que llevo por detrás, recuerdo de mi melena), me palparan los brazos y me preguntaran si iba al gimnasio. Dicho sea de paso, a medida que adelgazaba y me crecía la barba iba dejando de despertar su interés.
Mirando las fotos y recapacitando sobre lo que viví allí, me llama la atención el contraste entre lo que veo en las imágenes y la impresión general que me ha quedado sobre los indios. Me refiero al hecho ya comentado en otras ocasiones de que en la India, como turista, estás expuesto al timo constante. Sabes que cuando alguien te aborda en la calle suele ser porque quiere algo de ti. "Algo" significa dinero. Precisamente los comerciantes, por su trato constante con los turistas, son los que mejor saben inglés. El resto como mucho lo chapurrea, cosa que me sorprende siendo el inglés lengua oficial. Ello se traduce en que si alguien te dice algo más que "hello" y "which country?" ya empiezas a sospechar de sus intenciones. Acabas desconfiando por sistema, incluso de quienes te ofrecen su ayuda en teoría de forma desinteresada. Y tener el modo de alerta puesto cada vez que hablas con alguien, intentas comprar algo o conseguir algún servicio resulta agotador. Pero es que el afán por quedarse con tu dinero es tan contagioso que hasta los niños de familias económicamente desahogadas (a juzgar por su atuendo y pulcritud) te piden rupias porque sí; y nunca puedes hacer una foto, aunque te hayan dado permiso antes, sin la duda de si te pedirán pasta después. Sin embargo, como digo, cuando miro las fotos prevalecen las miradas francas, limpias. Considero que es una pena no haber tenido más contacto con los indios no comerciantes. Temo que mi percepción de los indios esté demasiado condicionada por ese sector de la población, lo cual me hace sentir vil e injusto o, cuando menos, ignorate por carecer de claves para acceder a ese pueblo. Por eso, para sacarme esa espina y no quedarme con el mal sabor de boca, me gustaría volver algún día a la India, siempre y cuando se cumpla al menos una de estas dos condiciones: haber aprendido algo de hindi y/o tener algún contacto allí. Sí, un país tan grande, tan significativo en tantos aspectos tanto histórica como contemporáneamente merece una segunda oportunidad. Al fin y al cabo, el diálogo es cosa de dos y creo que ahí yo también he fallado, aunque he puesto de mi parte todo lo que sabía.
Al volver a Polonia me ha soprendido la cantidad de prohibiciones que hay en comparación con la India: en este patio no se puede jugar a la pelota, por este parque no se puede pasar en bici, en todas partes hay guardias y policías con cara de estresados. Admito que, si yo fuera gobernante en la India, introduciría alguna que otra prohibición, como la de tirar la basura al suelo. Pero en general me va esa carencia de prohibiciones. Entre las pocas que hay, destacan las debidas a cuestiones religiosas, como entrar en un templo con zapatos o en un templo jainista con objetos de piel. Por cierto, que me parece abusrdo que en los templos jainistas te dejen entrar si te quitas el cinturón o lo que lleves de cuero. Si ellos defienden la vida por encima de todo, ¿qué más les da que el cinturón me lo quite o me lo deje puesto si el animal del que se sacó la piel ya está muerto? Para mí lo coherente sería prohibir la entrada a cualquiera que use, en general, objetos de piel. Si no, es como decir: perdono al asesino si esconde las pruebas. ¿No os parece?
La reputación que tiene la India como país espiritual está justificada, pero quizá malinterpretada. Desde mi punto de vista condicionado por la herencia judeocristiana, uno no puede considerarse espiritual cuando su principal objetivo es enriquecerse a costa de otros, aunque el mal para estos otros sea relativo. Me cuesta creer que el tipo que se levanta por la mañana ideando nuevos modos de tangar a los turistas dedique equis minutos diarios a la oración. Pero tal vez esa contradicción no lo sea para ellos. En cualquier caso, todo, absolutamente todo está decorado con imágenes de dioses (princialmente Ganesh, el de la cabeza de elefante, que trae suerte) y símbolos de origen más o menos religioso. Sí, la India es la cuna de dos grandes religiones: el hinduismo, mayoritaria en la India pero casi desconocida en el resto del mundo, aunque aun así cuenta suficientes fieles como para colocarse en los primeros lugares; y el budismo, que se expandió por otros lugares dejando su impronta en diferentes aspectos de la vida, pero en la India apenas existe; por no hablar de otras religiones menores como el sikhismo o el jainismo. La segunda religión de la India, practicada por un quince o veinte por ciento de la población, es el islam. En la India se palpa la fe. Recuerdo cuando en Khajuraho nos explicaba Ganesh el significado de la canción que acababa de cantar su sobrino: damos gracias por la vida y no nos fijamos en los bienes materiales, porque ante la muerte todos somos iguales; lo que tenemos que hacer es trabajar duro y vivir píamente para en la próxima encarnación obtener nuestra recompensa, que consistirá en nacer dentro de una casta más elevada.
He aquí una de esas cosas que a la vez me gustan y no me gustan. Admiro su fe, pero es que la misma fe que les ayuda a enfrentarse a su dura realidad les condena a no salir de ella. Recurren a ella como a una tabla de salvación sin darse cuenta de que por ello no aprenderán nunca a nadar. Ya lo he comentado en alguna otra entrada. Cuando un hindú tiene que soportar una vida llena de miserias, lo hará con resignación, pues al fin y al cabo está expiando culpas de otra vida. La recompensa la hallará en la próxima vida. Con una filosofía así las penurias pueden ser más llevaderas, pero por otra parte uno nunca buscará la forma de evitarlas ni se rebelará contra su destino. Mi visión será parcial, pero para mí el hinduismo es una forma de perpetuar el estado de las cosas que precisamente a quien menos favorece es a los pobres, que no son precisamente el grupo social menos nutrido. Y sin embargo el 80% de la población es hindú.
No sé muy bien como es la convivencia de las distintas religiones, pero me da la sensación de que hay bastante tolerancia. He visto a hindúes entrando con todo respeto en templos jainistas o sikhs e incluso en mezquitas. No sé cómo será la relación entre hinduismo e islam, me imagino que habrá más tensiones al tratarse de las dos religiones principales y estando siempre presente la cuestión de Paquistán (supongo que todos lo sabréis, yo me enteré hace poco de que lo que hoy en día es Paquistán hace medio siglo era parte de la India, pero los enfrentamientos religiosos motivaron la separación) y la de Cachemira (dividida entre India y Paquistán y permanente causa de conflicto).
La diversidad de la India es enorme en lo geográfico, étnico, lo religioso y lo lingüístico, cuestiones que están relacionadas. Si bien la lengua predominante (sobre todo en el norte, la zona más poblada) es el hindi, existen dieciocho lenguas reconocidas (muchas de ellas con alfabetos propios) y decenas de dialectos. Es de suponer que esta situación no facilita la comunicación. El inglés sólo sirve de lengua franca en algunos casos. No sé cómo será en el sur, pero en el norte hemos comprobado que no son muchos quienes lo dominan.
En general veo que con el tiempo (y de momento ha pasado muy poco) se van filtrando las experiencias negativas. Muchas de ellas se convierten en anécdotas más o menos divertidas.
Como punto final del viaje quería haberles pedido a mis compañeros que hicieran un resumen de su experiencia contestando a las siguientes preguntas: qué es lo que más te ha gustado, qué es lo que menos y qué crees que has aprendido en este viaje. Las circunstancias que surgieron inesperadamente en los últimos momentos que pasamos allí imposibilitaron esta reflexión final, que me habría parecido sumamente interesante. Dejaré, pues, constancia de la mía.
Lo que más me ha gustado ha sido el vislumbre de humanidad y de vida auténtica que tuvimos en casa de Ganesh. En otro orden de cosas, las impresiones sensoriales, sobre todo visuales, especialmente en los bazares; los templos de Khajuraho; la sonrisa inocente de algunos niños; y, menos inherente al país, el viaje con mi hermana y el resto de nuestros compañeros y el haber conocido fugazmente a otros viajeros majos. Lo que menos, la falta de contacto o de comprensión con los indios en general. En cantidad, lo negativo es menos que lo positivo, pero en peso específico le anda cerca. Me costaría decir si el balance es bueno o malo, aunque, como digo, a medida que pasan los días me voy quedando más con lo positivo.
En cuanto a qué he aprendido, supongo que muchas cosas, aunque algunas sean difíciles de concretar. Es bueno ver que existen otras formas de vida y que de ellas, ya sea por imitación o por rechazo, se pueden aprender cosas. Que aun así no debemos juzgarlas si no somos capaces de ver su coherencia interna, pues no podemos valorar otras realidades desde nuestro punto de vista parcial. Es bueno ver cómo a pesar de la austeridad (cuando no pobreza) en la que viven, son capaces de sonreír.Es bueno relativizar el valor de tu propia cultura, saber cuáles de las cosas que te ofrece te sirven y cuáles son mejorables. Sin sentirme orgulloso (ni mucho menos, pues no es más que un hecho fortuito) de ser europeo y español, veo claramente que no pertenezco a la cultura india y que no podria integrarme allí, en contraste con lo que sentí en Brasil hace siete años.
En lo personal, he explorado los límites de mi paciencia, autocontrol y capacidad de adaptación, con resultados en general bastante satisfactorios (aunque ha habido deslices que lamento). También he experimentado mis habilidades de integración en un grupo, dinámica a la que no estoy acostumbrado, pues siempre me he sentido mejor en agrupamientos pequeños. Me siento especialmente contento de haber superado ciertos miedos, ascos, aprensiones y escrúpulos. Claro que sigo queriendo que las cosas estén limpias e higiénicas, pero sin entrar en puntos histéricos. Siguen sin gustarme los bichos, pero no me producen tanto repelús como antes.
Y bueno, es tarde ya para seguir reflexionando y escribiendo. De momento creo que el blog indio se va a quedar por aquí. Seguiré entrando de vez en cuando para ver si hay comentarios.
Muchas gracias a todos los que habéis seguido nuestras aventuras y a los que habéis comentado mis textos o compartido vuestras reflexiones conmigo y con el resto de los lectores. Al leeros me he sentido más acompañado, comprendido, apoyado. Vuestras palabras han sido enriquecedoras. La experiencia de escribir el blog ha sido absorbente (ya veis que cuando me pongo a escribir me entra la verborrea) y agotadora física y mentalmente (mientras los demás dormían o se relajaban, yo andaba buscando un ordenador en el que verter mis impresiones, previo repaso mental del día), pero ha merecido la pena. Sé que volveré a releer este diario de viaje y me sorprenderé de lo que he escrito. Para el próximo viaje exótico que haga ya os avisaré. No sé dónde será: ¿Cuba? ¿Marruecos? ¿Vietnam? Hay tanto mundo para descubrir...
Por cierto, ayer fui a montar en bici por un bosque que hay en Varsovia y me encantó el paisaje. La luz del sol, preciosa; el cielo, azul de verdad (no como en la India, que es blanco); las nubes, pintorescas; y la perspectiva de largas hileras amarillas de enormes girasoles. Nada que envidiar a otros lugares.
Tenéis mi e-mail, ¿verdad? ;) ¡Abrazos a todos!
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5 comentarios:
Hola!!
He seguido con mucho interés tus entradas durante todos estos días. Me ha encantado como relatas cada uno de los momentos vividos en la India.
Acabo de leer tus últimas reflexiones. Es curioso, antes no sabía apenas nada sobre ese país y su gente, y ahora al leer lo último que has escrito me resultaba "algo conocido" o, por lo menos, no del todo ajeno y extraño. Me ha gustado la sensación. Así que tengo que agradecerte el que sigas compartiendo con nosotros tus impresiones y emociones.
Espero que aún te queden bastantes entradas, que esto engancha...jajaja.
También espero que cuando vuelvas a Almería dispongas de algún ratito para conversar.
Cuidate, besos
buenas......al ser viajero por algún lugar la pregunta última será ¿me ha gustado conocerlo? ¿poder tener mi propia visión y mis propias opiniones del lugar y sus gentes? tus comentarios y la recapitulación sensorial que vienes haciendo de India así lo atestiguan;que haya cosas que te gustan y no al mismo tiempo no es tan extraño pasa tb con los lugares que más conocemos no? hablando de sentidos, me estoy haciendo una tortilla de patatas cómo huele!!!gustas??
¡Holas!
Helena, qué guay, me gusta lo que dices sobre que "te resulta conocido": eso es que me has leído con atención ;) De todos modos, todo esto no es más que mi interpretación de lo que he visto y vivido, evidentemente parcial y completable. Espero que nadie se forme una opinión fija a partir de mis textos... y que nadie me cite como autoridad ;) Espero también no haber resultado demasiado aburrido a veces con mi afán por plasmarlo todo.
De momento no pretendo hacer más entradas en este blog, pero quién sabe, a mí también me ha enganchado lo de escribir ;)
Si voy a Almería te aviso seguro, pero me temo que no va a ser pronto. Estamos en contacto :)
Ángela, probablemente tienes razón, lo que pasa es que nunca había tenido esa sensación tan fuerte de contradicción indivisible como con la India. También es cierto que hasta ahora no había visto una cultura tan diferente. Cuando estuve en Brasil me sorprendieron muchas cosas, pero la gente me resultó muy cercana. Sí sentí que nos comprendíamos y que podría integrarme allí.
Tortillita, ¡claro! Guárdame un poco... ¿Has probado a echarle jengibre? Yo ya lo hacía antes de este viaje, ¿eh?, que conste ;)
Oye, cuando puedas mándame tu e-mail, que con la última reorganización de mis contactos no sé dónde lo he metido. El mío, por si acaso: acazen@hotmail.com
Abrazos a las dos y espero que hasta pronto :) ¡Gracias por estar ahí!
Pues si, si que me suenan tus reflexiones sobre la India. Has sido capaz de poner palabras a lo que yo todavía no he podido contar, y ya hace dos meses que volví de allí.
No me veía capaz de dejar las cosas tan claras, me parece que si no has estado allí te puedes confundir, creo que es un viaje muy difícil de entender, un país tremendamente contradictorio, todavía no lo tengo muy claro....
Sí, un viaje difícil de entender... Igual parte de lo que tenemos que entender es que no hay que entenderlo todo ;) sino simplemente aceptarlo tal como es. Una forma de pensar bastante india (léase hindú/budista/etc.), ¿no?
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