(Escribo el 31, ya desde Varsovia, ¡qué placer volver a mi teclado con eñes y acentos!)
Ayer por la mañana escribí un post titulado "Apoteosis final" bajo la influencia de algo absurdo que ocurrió y que no debió haber ocurrido, un penoso hecho que me enfrentó con uno de los integrantes del grupo con quien más amistad creía tener y que hizo que las horas siguientes perdieran todo sentido. Ahora mismo no sé en qué estado están las cosas, ya que no dependen sólo de mí, pero al menos las veo con un poco más de distancia. Por eso, para no ser injusto, he decidido modificar lo escrito ayer, omitir la narración del incidente y, a cambio, hacer hincapié en lo positivo de estos últimos días, que también ha habido mucho.
El día 29 fuimos por fin a casa de Sonu, que nos presentó a toda su familia. Creo que, después de diez o doce días viajando juntos, Sonu nos ha cogido cariño. Tantas horas horas en el coche haciendo el indio (cantando, imitando animales, repitiendo como loros desdentados palabras absurdas en hindi... cosas que, por cierto, no me parecen demasiado indias) unen. Nos vino a buscar vestido con vaqueros y camisa de cuadros recién lavadita y bien remetida, delineando la curva de la felicidad. Su indumentaria y su actitud desenvuelta dejaban claro que hoy no estaba a nuestro servicio, sino que nos trataba de igual a igual (cosa que si no hizo antes no fue por nosotros, sino porque su mentalidad india se lo impide). Incluso se permitió fumar en nuestra presencia, algo que antes nunca había hecho. Nos montamos en el jeep. Conducía el Silencioso Hombre de la Eterna Sonrisa y el Nombre Larguísimo e Inaprendible, que resultó ser un empleado de Sonu. No sabíamos que fuera jefe de nadie. Atravesamos buena parte de Delhi y nos metimos en un barrio más o menos periférico. Al lado del lugar donde aparcamos corría una cloaca abierta en forma de acequia. Aquello apestaba de forma vomitiva. Me quedó confirmado lo que ya sabía: que en el hedor reinante en Varanasi había una alta proporción de emanaciones fecales y putrefactas. Sin embargo, y como contraste, las calles de la zona estaban relativamente limpias.
En casa de Sonu la escena fue un tanto surrealista. Nada más entrar está el salón, con un par de sofás, una mesa, una estantería, la tele y un ordenador. Parece que la familia de Sonu es de clase media, por llamarlo de algún modo. Luego nos enteramos de que el padre comercia con piedras preciosas en Bombay. Nos presentaron a toda la familia: el hermano de Sonu, la hermana pequeña, la madre, la tía, los sobrinos, un pilón de gente. Todos metidos en el salón, junto con el Silencioso. No nos enseñaron el resto de la casa, como habría ocurrido en España. Quizá por no habernos quitado los zapatos al entrar. Preguntamos si era necesario, pero nos dijeron que no. Nos hicieron sentarnos, mientras ellos se quedaban de pie, casi todos apelotonados bajo el dintel de la puerta que daba al pasillo. Nadie hablaba inglés, así que nadie decía nada. Nos trajeron sendos vasos de agua que, por supuesto, ni tocamos. La interacción era más o menos la siguiente: la madre, que estoy seguro de que es una señora muy amable, nos ofrecía algo, Sonu nos lo intentaba traducir, nosotros nos consultábamos para decidir si era algo seguro para nuestro sistema digestivo o no y, según la conclusión y las ganas de cada uno, aceptábamos o no. Entonces Sonu mandaba a la madre, que a su vez mandaba a su hermana, que a su vez mandaba a la niña que fuera a la cocina. Nos traían lo prometido y, con más o menos confianza, nos lo tomábamos. A mí me habría gustado tomarme el chai que nos ofrecieron, pero como todavía andaba frágil del estómago preferí un té negro, como todos los demás. Luego nos trajeron unas bolitas con bastante buena pinta, pero todavía no me sentía con fuerzas para probarlas. Según los demás, eran horriblemente empalagosas, azúcar puro apelmazado. Al cabo de un rato (previa sesión de fotos de rigor) nos despedimos, con muchos gestos y palabras de agradecimiento ("dhanyevad, dhanyevad", "shukriya", "bahut achha!", "namashkar") para compensar lo cortados que estábamos por no poder participar en la hospitalidad que nos brindaban.
En vez del jeep de la empresa, Sonu nos llevó en su coche personal, un monovolumen de ocho plazas con DVD en el techo. Nos puso vídeos musicales de hip-hop popero indio para fardar. Estaba orgullosísimo de su buga y de poder enseñárnoslo. Y de demostrarnos que es el rey del mambo. Sigo pensando que no es más que un niño grande, pero, aunque no es el tipo de persona que buscaría como amigo, en el fondo es buen tío.
Nos llevó a ver la tienda de un famliar suyo. Pensábamos que era de pulseras, colgantes, etcétera, pero resultó ser de telas. Así de bien nos entendemos en inglés con él. Fue nuestra perdición, porque las chicas rápidamente encontraron algo por lo que regatear. Yo, que no sabía que iban a tardar tanto, esperaba fuera haciendo fotos. Al rato salieron Javi y Laurita, también agobiados. Nos fuimos a dar un voltio y a tomarnos una pepsi. Hacía sol, calor y humedad. Volvimos a la tienda, las chicas salieron contentas: les acababan de tomar las medidas para unos trajes típicos del Punjab que les entregarían por la tarde. Estábamos esperando a que llegara el Silencioso con el coche cuando Javi se desmayó y tuvimos que reanimarlo.
Por la gracia de Sonu de enseñarnos su cochecito tuvimos que volver a atravesar media Delhi para dejarlo en su casa y coger el jeep. Nos despedimos de Sonu y quedamos a cargo del Silencioso, que nos fue llevando adonde le pedimos. Para empezar, a ver el templo de Bahá'í. Bahá'í es una religión nacida en el siglo XIX, basada en la unidad de Dios y sus profetas y la de la raza humana. Como me pasó con los sikhs, lo que propone me parece bonito, pero no entiendo qué necesidad hay de una religión para pensar como ya pienso. Quiero decir, lo de los profetas personalmente me da bastante igual, pero que hay que respetar todas las creencias porque tienen una base común derivada de la condición humana me parece obvio. Por otra parte, quizá sea una estupidez por mi parte, pero esas propuestas tan perfectas y tan utópicas normalmente me huelen a secta.
El templo es enorme y tiene forma de flor de loto. Nos hicimos unas cuantas fotillos y entramos un rato. Por supuesto, sin zapatos. Dentro no estaba permitido hablar. Era como una gran cúpula con ventanales a ras de suelo en forma de triángulo con los ángulos redondeados. Entraba una luz suave. Había poca gente y muchos bancos colocados en semicírculo orientados a una tarima con micrófonos y sin altar. La atmósfera invitaba a la contemplación y nos sentamos un rato. Hubo quien cerró los ojos y estuvo un rato meditando y quien se hartó al poco y prefirió salir. Yo cerré los ojos como suelo hacer siempre que entro en un templo que me resulta agradable, sea iglesia, sinagoga o como se llame. Se oía un silencio aderezado por el tintineo de las tobilleras y las joyas de las mujeres indias que desfilaban descalzas entre los bancos. Era el único sonido que producían al desplazarse, como si levitaran, así que el tintineo era impersonal, venía de todas partes a la vez. El gorjeo de un par de críos se elevaba hasta la cúpula y se expandía en un suave eco. Se respiraba una paz que me habría quedado disfrutando más rato si no fuera porque gran parte del grupo ya había salido. Sólo quedaba mi hermana sentada en posición de yogui un par de bancos más atrás.
No muy lejos del loto se veía la silueta extraña de un templo que me habría gustado ver, pero la indecisión del grupo y la incomunicación con el Silencioso nos hizo pasar de largo y dirigirnos a otro tipo de templo que llevábamos tiempo queriendo ver: un centro comercial. En toda la India no vimos ni un supermercado como los de Europa, pero centros comerciales sí que hay. Aquel era tan normal que me llamó la atención. Dentro había franquicias de comida rápida, tiendas de ropa (incluyendo Lacoste, Puma, etc.), de cedés... y ya no vi más. Entré y me compré unos cuantos discos de música moderna india mientras los demás buscaban no sé si ropa o qué. Luego me zampé, por fin, un bocata de pechuga de pavo. Qué bueno es comer por fin algo sustancioso. Antes de irnos entramos en una tienda de telas para comprar un regalo. De paso nos explicaron lo que es la pashmina: la lana del gaznate de un tipo de cabra autóctono de Cachemira, con la que se hacen fulares que tienen la peculiaridad de poder pasar por un anillo. Nunca he intentado hacer pasar un fular normal por un anillo, así que a lo mejor dicha capacidad es realmente extraordinaria. Lo que no entiendo es para qué puede querer alguien hacer pasar su fular por un anillo. La verdad es que la pashmina es suavecita y agradable al tacto. Un fular hecho de esa lana costaba 5600 rupias (unos 110 euros), uno de seda 900 rupias (unos 18 euros) y uno de viscosa 300 (unos 6 euros). Supongo que el precio de la pashmina se debe ante todo a su escasez. Ahora, tampoco entiendo bien cuál es la necesidad de utilizar prendas hechas con un material escaso cuando las hechas con un material abundante cuestan quince o veinte veces menos.
Luego fuimos al hotel porque Sonu tenía que traerles a las chicas sus punjabis a medida. Pensamos que la operación no duraría mucho y quedamos con el Silencioso abajo a las siete y media. Pero resulta que el "a medida" era bastante relativo y entre sorpresas, protestas y apaños se nos hicieron más de las ocho. Entretanto había llegado Jimmy (así se hacía llamar), un indio cuyo teléfono me pasó Àngels, que había sido su profe. Le propuse quedar y él, que acababa de llegar de un viaje de diez días por el Rajasthán guiando a turistas españoles, sin ni siquiera pasar por su casa para dejar la maleta, se plantó en nuestro hotel. Lo vi abierto y acostumbrado a tratar con españoles, así que le comenté la opinión que nos habíamos formado sobre los indios. No le extrañó, pero se comprometió a cambiarla. Como la gente quería comprar los últimos regalos (a mi modo de ver, algunos se han pasado más tiempo en la India comprando regalos que disfrutándola, aunque lo primero pueda ser una forma de lo segundo), Jimmy nos propuso llevarnos a un mercado donde no nos timarían.
Por fin conseguimos salir del hotel, le pedí perdón al Silencioso por la tardanza, pero no hizo más que sonreír. Fuimos al mercado ese, pero se había hecho tarde y ya estaban cerrando casi todos los puestos. Aun así algunas encontraron bisutería interesante. Ya estábamos eligiendo un lugar para cenar cuando, de la manera más incomprensible, los astros debieron de conjurarse para que X y yo nos peleáramos. Fue un episodio tan lamentable (y, además, tan personal) que prefiero no dejar constancia de él aquí. Baste decir que lo ocurrido me dolió enormemente y nos amargó a todos la noche.
Para no fastidiar más la cosa, decidimos seguir con el plan de ir a cenar todos juntos. Jimmy nos llevó a un lugar que estaba bastante bien. Después de la cena estuvimos un rato bailoteando, aunque nadie estaba de humor como para desfasar mucho. Bueno, excepto Jimmy, a quien parecía habérsele subido el té a la cabeza. No sé si se puede generalizar a partir del ejemplo que observamos, pero yo nunca había visto semejantes espasmos y semejante carencia de sentido del ritmo, lo cual en absoluto fue óbice para que Jimmy se lo pasara bien.
A las doce nos echaron. Jimmy propuso ir a un parque que había cerca. Era nuestra última noche en la India y, a pesar de lo sucedido, nos daba pena retirarnos tan pronto, así que aceptamos. Al llegar estaba cerrado. Jimmy habló con el guardia, que según él estaba borracho, y éste dijo que por el módico precio de cien rupias nos dejaba pasar. Nos negamos. Jimmy insistía y se ofrecía a pagar él las cien rupias. No entendía que para nosotros no era una cuestión de dinero, sino de concepto. Que no pagamos porque por esas cosas "no se paga". No le cabía en la cabeza. Nos sentamos en el bordillo, mientras por las piernas nos trepaban hormiguitas minúsculas. Al cabo de un rato, visto que la conversación no cuajaba, decidimos irnos a dormir.
Empezó la fase más surrealista de la noche, la negociación de las rikshas. Jimmy paró una y, en vez de tratar del precio, que sería lo que habríamos hecho nosotros, agarró al timonel de un brazo y le hizo bajarse. Luego le obligó a que le echara el aliento para ver si había bebido, problema que por lo visto es muy frecuente por las noches. A continuación le mandó caminar en línea recta y, para terminar, le enseñó un dedo y le pidió que le dijera cuántos había, a lo que el timonel contestó "ek". Respuesta correcta. Yo pensé que si el tipo se había tomado un tripi a lo mejor lo que veía era un elefante. Creíamos que ya había acabado el circo, pero no. Todavía le pidió el móvil. No el número, sino el móvil. Como prenda o algo así. Se lo dio a Javi y le dijo: no se lo devuelvas hasta llegar al hotel, si te lo pide antes le das un par de leches. Surrealista.
Intentó repetir la jugada también con nuestro timonel, que no se lo tomó nada bien. A la tercera prueba se negó a seguir. Y cuando Jimmy le cogió el móvil, se lo arrancó de la mano cabreado, miró a mi hermana, le dijo "no problem, ma'am" y nos mandó subir. El hecho de que dejara de tratar con hombres y se dirigiera a una mujer lo interpreto como señal manifiesta de que consideraba a Jimmy absolutamente desquiciado. Y no creo que se equivocara mucho. Al llegar al hotel nos encontramos con que nos pedían setenta rupias, es decir, veinte más que el día anterior, cuando nos lo habíamos negociado solitos, sin indios protectores ni protectores indios de por medio.
El día siguiente era nuestro último día en India y quisimos empezarlo igual que el primero, o sea, yendo a Main Bazaar para contrastar la impresión de la llegada con la de tres semanas después. Mientras los demás se preparaban, yo me cogí mi primera cicloriksha (las que, en vez de ser motos con carrocería en forma de cabina, son calesas tiradas por bicicletas prehistóricas y desprovistas de cambios). No lo había hecho antes porque me daban pena los tíos que las accionan, pero en ese momento lo que menos me apetecía era regatear con los otros timadores. Éstos, al cobrar menos, también pretenderían tangarte menos. Además, hacía un día estupendo para que te diera el sol y el aire en vez de ir metido en una lata con motor pedorreante. Fui a ver Hanuman Mandir, el templo de Hanuman, el dios mono: una gigantesca estatua de cincuenta metros de altura en forma de humano con cara de mono, plantada en una esquina de un gran cruce; una de las mayores horteradas que he visto en la India, pero me encanta. Hice un par de fotos, pero no entré porque no sabía cuánto se tardaría en cicloriksha hasta Main Bazaar.
Lo de volver a ver Main Bazaar fue una gran idea. Efectivamente, nuestra perspectiva ha cambiado a lo largo de estas tres semanas y media. Lo que la primera vez nos pareció caos y suciedad ahora era lo más normal del mundo. Una calleja de asfalto placebo con tiendas a ambos lados y el habitual río de vehículos y bóvidos. O sea, lo más normal del mundo. Sólo destaca la altísima concentración de letreros de "hoteles" (o sea, pensioncillas y hostaluchos) y, consecuentemente, de guiris blanquecinos en indecentes camisetas sin mangas. Main Bazaar suele ser lugar de llegada, así que a la gente todavía no le ha dado tiempo a coger color. Muchos tienen cara de jipis fumados buscando una playa que no hay. Sí, me gustó volver a Main Bazaar. Mientras esperaba a mi hermana, me senté en el bordillo enfrente del Anoop, el "hotel" donde dormimos la primera noche, a escribir postales. A buenas horas. Llevaba más de dos semanas paseando postales en la mochila. En estas estaba cuando me cagó una paloma. Igual que el primer día al salir del Anoop. Menos mal que esta vez acertó en una postal.
Luego fui a buscar la oficina de Correos. Era un lugar exactamente igual de cutre que la escuela que vimos en Jodhpur. Sin ninguna señal ni letrero que la identificara (a menos que hubiera algo en hindi). Entre dos tiendas de especias, una escalera estrecha y ennegrecida. Subes, subes, giras, giras, te metes por una puerta, lo primero que ves es el baño abierto: los azulejos negrejos de tanto churrete de no quiero saber qué, los urinarios igual de negros y amarillentos, y montones de moscas revoloteando. Haces caso omiso, giras a la izquierda y vas a dar a una especie de balcón donde hay un banco con tres indios sentados como si estuvieran en un parque. Te asomas al balcón, ves un montón de puestos de fruta. Te das media vuelta y enfrente tienes cuatro ventanillas enrejadas. En la que queda libre, una vieja que hablaba bien inglés me vende los sellos y me recomienda que, en vez de echar las postales al buzón, se las dé en la mano. Supongo que, si no, se perderían, porque hay quienes se dedican a arrancar los sellos para revenderlos. O tal vez sea justamente así como se pierdan. Por si acaso, en vez del lengüetazo tradicional recurro a la cola que tienen allí mismo, aferrada al fondo de un pegajoso bote de plástico cortado a la mitad.
Había quedado con Estrella y Guillermo (los de Sikiliki), a quienes conocí en el minarete de Jaipur, cuyo hotel estaba precisamente en Main Bazaar. Me esperaban en la terraza, una extensa azotea pintada de azul y cubierta por un necesario toldo del que colgaban necesarios ventiladores, desde la cual había una interesante vista de la zona de Pahar Ganj. Al poco llegó mi hermana. Estuvimos conversando un par de horas con el apoyo de agua verdaderamente mineral (no como la filtrada que te suelen vender). Yo tenía pensado ir a ver el Fuerte Rojo, pero estaba tan a gusto que pasé. Era la primera vez en todo el viaje que me sentaba "a tomar un café", y lo estaba disfrutando. Estrella y Guillermo me estaban cayendo muy bien. Acabamos pasando la mitad del día juntos. Fuimos a comer dando un paseo hasta Connaught Place y por la tarde nos acercamos hasta Birla Mandir, el templo de Lakshmi Narayan por delante del cual habíamos pasado un par de veces en coche y nunca habíamos querido bajar porque sus torres de color granate combinado con salmón no parecían ofrecer nada especial. Pero esta vez habíamos decidido ir porque según Jimmy a las cinco se celebraba la ceremonia hindú de la puesta de sol.
Allí no se celebraba nada, pero el templo era mucho más impresionante de lo que parecía por fuera, lástima que no se pudiera hacer fotos. No lo entendí muy bien, creo que era una mezcla entre templo hindú y budista. Al fin y al cabo para los hindúes Buda es una de las encarnaciones de Vishnú, o algo así. Dimos una vuelta por el interior, que era bastante agradable, aunque en realidad prestábamos más atención a la conversación sobre religiones que a lo que nos rodeaba.
Para finalizar el día (y con él nuestra estancia en la India) les propuse enseñarles mi horterada favorita, el mono rojo gigantesco. Llegar a pie nos llevó un rato, por dos razones: una, porque quedaba lejos; otra, porque al pasar por un gran cruce se había roto una cañería y parte de la calzada estaba inundada. Pura India. Por fin llegamos. Esta vez decidimos entrar. Dejamos nuestros zapatos a merced de la compasión divina y, franqueando una puerta con forma de colmilluda boca de mono abierta (la lengua era la rampa de entrada), nos encontramos en un templo que, más que de orar, daba ganas de jugar. Aquello era como el Tren de la Bruja de las ferias españolas. Había un montón de estatuas terribles: un tigre, un cocodrilo de fauces abiertas, una cobra, Kali (la diosa de la muerte, representada por una mujer de color negro como la tinta con un collar de calaveras), una mujer decapitada y con el cuello sangrado, pero en pie como si estuviera bailando, y otra con la espada manchada en una mano y, sujeta por el pelo, la cabeza de su compañera en la otra... Sí, aterradoras estatuas de cartón piedra pintado con pintura acrílica brillante: formas sencillas, colores planos. Había diferentes recintos interconectados por pasillos y escaleras, daba la sensación de que al doblar una esquina iba a aparecer un tipo con una careta diciendo: ¡uh! Me encantó. Y si hubiera habido espejos deformantes habría sido todavía mejor.
Un brahmán que había por allí nos vio sacando fotos, nos cogió de la mano (a Estrella y a mí, que éramos los que en ese momento estábamos dentro) y nos hizo bajar al piso de abajo. Nos dio asco, porque el suelo estaba empapado de agua de procedencia desconocida. Nos ató varias vueltas de un cordón rojo a la muñeca, nos puso una gota de pasta roja en el medio de la frente, nos virtió en las manos una cucharada de agua bendita que simulamos bebernos y luego nos dio un puñado de caramelitos anisados blancos, que nos guardamos "para después". Luego señaló una bandejita donde tenía las ofrendas. A pesar de sentirme obligado, me lo estaba pasando tan bien en aquel parque temático que le dejé diez rupias.
Salimos del templo y nos despedimos de Estrella y Guillermo, previa foto de rigor (nótese lo sudados que estamos). Isa y yo cogimos una ciclorriksha para volver al hotel. Terminamos de hacer el equipaje, en todos los casos más abultado que a la ida. Hubo quien tuvo que comprarse maletas extra para meterlo todo. Vino Sonu a buscarnos. En el jeep me pareció que todos iban contentos. Yo también. Es la primera vez en mi vida que, estando de viaje, deseo que se acabe. Es que la India agota.
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4 comentarios:
cómo ha pasado el mes! se nos ha acabado el viaje pero seguro que te has aficionado al blogging aunque sea de forma más relajada, de momento colgarás las fotos, right? lamento el encontronazo con ese compañero de viaje, efecto, supongo, de la convivencia y las vivencias...pero quédate con lo bueno.
buen retorno a Varsovia.besos
Sí, el viaje físico se ha acabado, pero el mental va a durar todavía cierto tiempo. Mientras me queden reflexiones que hacer al respecto de la India, seguiré haciéndolo aquí. En cuanto a las fotos, hoy mismo empiezo a subirlas. Espero que os gusten :)
Muchas gracias por tu compañía en este viaje.
Un abrazo!!!
Hola Alfonso:
¿qué tal? Veo que el viaje ha tocado ya a su fin. Estos últimos días he estado bastante desconectada y acabo de ponerme al día. He flipado con “Jimmy”…
Por cierto, el templo de Hanuman Mandir, no lo vi. ¿Por dónde queda? Ah, el que se puede ver desde el templo de Baha’í es el de Hare Krishna, kitsch a más no poder pero interesante por dentro y muy bonito por fuera.
Me ha parecido también superinteresante vuestra manera de acabar el viaje: regresando justo al punto desde el que habíais iniciado vuestra aventura y viendo todo lo que habíais “progresado”, vivido, experimentado… No me paré a pensarlo en su momento, pero quizá lo haga en el próximo :)
Y por cierto, creo que no eres el único que sale de la India habiéndola disfrutado, pero deseando que acabe. Para mi gusto fueron muchísimas vivencias, experiencias, sensaciones, etc. en muy poco tiempo y para una mente y un corazón inevitablemente demasiado europeos.
En fin, gracias por todas estas vivencias. Me ha encantado seguiros en la media de lo posible.
Un abrazo
¡Hola, chiquilla! Hacía tiempo que no te veía ;) Espero que todo te vaya guay, ¿estás ya en Beograd? Justo te iba a escribir hoy para contarte lo de Jimmy, ¡vaya personaje! No me cayó mal, pero creo que se le piró un poco la pinza. Por otra parte, el pobre vino sin descansar ni siquiera comer. Ya te contaré. La verdad es que me porté mal con él porque había prometido llamarlo ayer y no lo hice, pero es que no me apetecía nada, estaba muy bien como estaba...
¡Qué pena no haber visto el templo de los Hare Krishna! Por lo que cuentas, me habría gustado. Además, esos tipos me caen bien. Me recuerdan a mi aventura de Londres en 1998, cuando en parte sobreviví gracias a que ellos daban comida (por cierto, buenísima) gratis. A cambio, aunque no era obligatorio, yo hacía el paripé y cantaba el mítico "Hare Krishna, hare Krishna...". La verdad es que es un mantra alegre y, si hubiera sabido más sobre Krishna (deidad eminentemente positiva, relacionada con el amor y la música), lo habría cantado con más ganas. Además, con el corte de pelo que llevo igual hasta me tomaban por uno de los suyos ;)
Hanuman Mandir está en una rotonda que hay al lado del viaducto del metro, no lejos de Connaught Place y de Birla Mandir (o Lakshmi Narayan Mandir).
A ver si cuelgo aún un par de fotillos antes de acostarme.
Gracias por tus siempre interesantes comentarios. Estamos en contacto, ¿vale?
Abrazos, laku noc!
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